Mystic River es un relato de amistad, perdón, justicia, pero sobre todo, es una historia sobre la inocencia prematuramente perdida. La culpa y la violencia junto a los deseos de venganza, acaparan un thriller tan profundo como sencillo.
Los hechos se trazan desde el principio con suma claridad. Todo parece encajar desde el inicio, en este relato armónico, no excesivamente lento, en el que pronto el espectador queda instalado en el confort de creer tener trazados los roles de cada personaje. Inevitablemente tendemos a anclarnos en seguir el ritmo de una historia cuyo principal encanto, al margen de las sublimes interpretaciones, parece centrarse en comprobar cuánto tardarán Kevin Bacon (en el correcto y poco agradecido papel de agente de homicidios) y su desconfiado y eficiente compañero, en averiguar lo que nosotros, al otro lado de la pantalla, nos creemos ya en posición de afirmar. Tenemos armado el puzle, ¿o no?.
Cierto es que, la calma que nos produce como telespectadores el pensar que tenemos resuelta la investigación, se alterna con nuestra esperanza de confiar en que la historia, en algún momento, dé un vuelco y nos sorprenda… y vaya si lo hace.
No hay nada más atractivo que una víctima que en realidad sea villano, ni que un villano que tenga la capacidad de conmovernos y al que más pronto que tarde, terminaremos compadeciendo por su frágil vulnerabilidad.
Algo hay desde el principio en el desdichado Dave (Tim Robbins) que nos impide odiarlo. Sabemos que nos miente, que nos oculta algo, que está atormentado y traumatizado y quizás por eso, a pesar de presentarse a sí mismo como un vampiro, tiene el poder de conmovernos. Sus trazos oscuros nos atraen, estamos ante “un muerto viviente, agotado, con el corazón roto, que vive como puede lo que le queda de vida sin nada más en su interior que sangre y órganos, insensibles al dolor”.
Pero no nos adelantemos, pues quizás convenga, antes de continuar con nuestra narración, situarnos en el origen de esta estremecedora película.
Mystic River (Río Místico, en español) está basada en la novela homónima escrita en 2001 por el estadounidense Dennis Lehane, quien perfectamente podría haber sido guionista de la industria del thriller, pues no es ésta la única de sus obras llevada con éxito al cine, mereciendo destacarse entre ellas, la insuficientemente valorada “Shutter Island”, que quizás, en otro momento, merezca nuestra atención en este blog. Pero volvamos a lo nuestro: la historia se sitúa en los años 70, cuando tres niños de once años de edad juegan al jockey en la calle de su modesto barrio de Boston (donde para dar mayor veracidad, se rodó la película). El más intrépido de los tres, Jimmy (Sean Penn) convence a Dave (Tim Robbins) y a Sean (Kevin Bacon) de que se escriban su nombre sobre el cemento fresco de la acera. El infortunio y la desgracia impiden a Dave completar su escritura. Y es que, escribir el nombre sobre una losa de cemento en el suelo a modo de lápida, ya es augurio de “malaje”. Pero, con independencia de que la travesura de Jimmy fuese más o menos sombría, los hechos son que, dos depravados irrumpen en escena, llevándose al pequeño Dave, bajo la falsa apariencia de policías y manteniéndolo encerrado durante cuatro días en los que lo agreden sexualmente y lo humillan sin piedad. En ese momento aún no lo sabemos, pero, en realidad, el inocente Dave “muere” justo en este instante de la historia.
Veinticinco años después, sus vidas se entrecruzan. Sean es agente de policía y tendrá que ocuparse del asesinato de Katie, la hija de Jimmy. Éste es un exconvicto convertido en padre de familia, no exento de culpas ni misterio, y con cierto aire de mafioso, cuyo principal objetivo, a partir de entonces, será la venganza. Cerca de ellos siempre está Dave, emparentado con Jimmy (sus esposas son primas) y sin más “coartada” para la noche de los hechos que la ser una de las últimas personas que vio con vida a la chica, y regresar a su domicilio herido y con signos de lucha en su manos, lo que justifica contando a su esposa, Celeste (no olviden su nombre porque ella será quien desencadena el desenlace de este cuento de terror), que ha matado en defensa propia a un hombre que intentó robarle. Algo nos salta a la vista de inmediato: Dave miente.
En la historia encontramos agresiones sexuales, asesinatos, una supuesta encubridora que se niega a serlo y sobre todo, por encima de cualquier otra cosa, en este relato, encontramos estigmas.
Estremece comprobar como unos hechos que ocurren en la infancia y que son tan aberrantes como causales, son capaces de truncar para siempre la vida no solo de quien lo sufre sino también de quienes le rodean: sus amigos, su esposa, su propio hijo (que resuma tristeza durante todo el film). Todos, sin excepción, se ven condicionados y arrastrados por el infortunio de sus propias vidas, por el mal control de sus emociones y por la falta de capacidad para confiar en los demás, unida a una devoradora necesidad de ajusticiar.
Ninguna duda cabe sobre la magistral interpretación del acertado elenco de actores. Sean Penn se hizo con el óscar al mejor actor principal en el 2004 al igual que Tim Robbins por su papel secundario. No se pudo obtener la estatuilla a mejor director ni tampoco a mejor película, pues topó con el poder del mismísimo Sauron. Ese año, ambos galardones fueron a parar, a la que para muchos es la mejor película de la trilogía del señor de los Anillos, “El retorno del rey”. Tranquilo debió quedarse Michael Keaton al comprobar que el papel que rechazó por desavenencias, el del agente Sean Devine, estaba abocado a que el bueno de Kevin Bacon quedara irremediablemente eclipsado para la vehemencia interpretativa del resto de sus compañeros.
Como curiosidad, mencionar que al final de la película aparece, aunque de manera muy breve, el autor del libro en el que se inspira, Dennis Lehane, a quien podemos ver en el desfile, montado en un descapotable, encarnando al alcalde de la ciudad. También resulta curiosa la breve pero interesante aparición de Elli Wallach, quien fuera inseparable compañero de Eastwood en “El bueno, el feo y el malo” y a quien vemos como dueño de una licorería. Nos hemos reservado para el final la referencia al incombustible Eastwood, que una vez más, brilla en esta cinta como director. Sus historias nunca dejan indiferente, Clint tiene algo de místico, pero a la vez, es sencillo en las emociones que expone, en Mystic River hace alarde de un magnetismo hipnótico, para dejarnos un relato tan negro como humano.